tear de los murciélagos en lo alto de la torre, lo que me llenaba de confusión, y los asquerosos animales al volar, á veces chocaban con mi rostro.
La torre era cuadrada; en cada esquina el umbral estaba hecho de una gran piedra de forma diferente, para unir los pisos. Yo había llegado á una de las vueltas de la escalera cuando, palpando como de costumbre, la mano se deslizó sobre un borde y no hallé sino el vacío. La escalera cesaba allí. Hacer que un extraño la ascendiese en la obscuridad, era enviarle directamente á la muerte; y aunque gracias al relámpago y á mis propias precauciones me hallaba bastante seguro, la simple idea del peligro que había corrido, y la terrible altura de que podría haber caído, me bañó de un copioso sudor y aflojó mis músculos.
Pero ya sabía lo bastante, y comencé á descender con el corazón inflamado en cólera. Á medio camino empezó á llover, y cuando llegué al pie de la escalera llovía á cántaros. Me dirigí á la cocina. La puerta, que yo había cerrado al salir, estaba abierta y dejaba ver el brillo de una luz, y me pareció que podía distinguir una figura humana de pie en medio de la lluvia, toda tranquila, como un hombre que estuviese prestando oído á algo. Un nuevo relámpago me mostró distintamente á mi tío como yo creía haberle visto; tras el relámpago se oyó el retumbar de un trueno.
Dejo que el lector decida si mi tío creyó que el ruído lo había causado mi caída, ó si creyó oir la voz de Dios que denunciaba un asesinato. Lo cierto es que se apoderó de él una especie de terror pánico y corrió precipitadamente hacia la casa entrando sin cerrar la puerta. Le