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PASAMOS EL RÍO

perfectamente durante diez horas. Por la noche nos pusimos de nuevo en marcha, y llegamos al amanecer cerca del punto donde una corriente de agua afluye al río. Había allí una islita arenosa, cubierta de matorrales que nos podían ocultar cuanto estábamos tendidos. Aquí hicimos nuestro campamento, teniendo á la vista el Castillo de Stirling, en el cual oíamos el redoble de los tambores. Á un lado del río había segadores que estuvieron trabajando todo el día, pudiendo nosotros percibir el sonido de las voces, el golpear de las guadañas y hasta las palabras de los hombres cuando hablaban. Había, pues, necesidad de permanecer ocultos y tranquilos. Pero la arena de la islita estaba caliente con el sol, los matorrales nos ofrecían amparo, teníamos qué comer y qué beber; y, sobre todo, nos hallábamos próximos de vernos libres de todo peligro.

Tan pronto como los segadores abandonaron su trabajo y comenzó á obscurecer, pasamos á la orilla del río y nos dirigimos al puente de Stirling, al través de los campos y al abrigo de las cercas.

El puente que es antiguo, alto y estrecho, se halla cerca de la colina en cuya cima está el castillo, y ya podrá concebirse con cuanto interés contemplaba el puente, no como un lugar famoso en la historia, sino como las puertas de nuestra salvación. La luna no había salido aún cuando llegamos allí; unas cuantas luces brillaban á lo largo del frente de la fortaleza, y más abajo se veían algunas ventanas iluminadas en la ciudad; pero todo estaba muy tranquilo, y no parecía que hubiese centinelas en el paso.

Yo deseaba que atravesáramos sin dilación el puente, pero Alán se mostró más cauteloso.