paquete de cartas en la mano. Alán se acercó á mi cama é inclinó la cabeza muy cerca de la mía, y con la mucha fiebre que yo tenía, la cabeza de mi amigo me pareció enormemente grande.
Me pidió le prestase dinero.
— Para qué?—le pregunté.
—Solamente un préstamo,—me respondió.
—Pero ¿ para qué ?—repetí.
—¡Oh, David!—dijo Alan,—Vd. no me negará un préstamo.
Se lo hubiera negado á estar en plena posesión de mis sentidos; pero lo único en que pensé entonces fué en librarme de la vista de su rostro, y le entregué el dinero.
La mañana del tercer día me desperté muy despejado, pero muy débil y fatigado, viendo las cosas y los objetos como en realidad eran. Tenía, además, deseos de comer; me levanté de la cama por mi propia voluntad, y tan pronto como hube almorzado, salí y me senté en el bosque.
El día estaba algo nublado y fresco, pero el aire suave.
Pasé allí la mañana como en un sueño, perturbado tan solo por el tránsito de los centinelas, espías y sirvientes de Cluny que venían con provisiones y noticias é informes.
Cuando regresé á la habitación, Cluny y Alán habían puesto la baraja á un lado y estaban haciendo preguntas á un sirviente; y el jefe se volvió hacia mí y me habló en gaélico.
—No entiendo gaélico,—le dije.
Desde el asunto de la baraja, todo lo que yo decía ó hacia tenía el don de disgustar á Cluny.
—Su apellido tiene más sentido común que Vd.,-