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LA HUIDA ENTRE LOS MATORRALES: LAS ROCAS

zaba á rodar, resonaba como un tiro de pistola que hubiera repercutido el eco entre las rocas y colinas.

Á la caída de la tarde nos habíamos alejado ya un buen trecho, á pesar de lo lento de nuestra marcha, y de que todavía veíamos claramente al centinela que estaba en la roca de que antes hice mención. Pero llegamos á un punto en que no era posible pensar en nuestros temores.

Era un profundo torrente que corría por allí para unirse al río del valle. Á su vista, nos arrojamos al suelo é introdugimos la cabeza y los hombros en el agua, y no puedo decir qué fué más agradable, si la sensación de frescura que experimentamos en todo el cuerpo, ó el placer con que nos pusimos á beber agua.

Aquí nos quedamos, pues estábamos completamente á cubierto; bebimos y volvimos á beber para apagar nuestra sed; introdugimos los brazos en el agua hasta el codo, hasta que la frialdad nos obligó á retirarlos; y al fin, ya bastante repuestos, sacamos nuestro saco de harina de avena y preparamos una especie de sopa en la cacerola de hierro. Aunque consistía en harina de avena y agua fría, pues no había que pensar en hacer fuego porque hubiera revelado nuestra presencia, era un buen plato para un hambriento.

Tan pronto como cayeron las sombras de la noche, nos pusimos de nuevo en marcha, al principio con la misma precaución, pero después con más osadía. El camino era muy intrincado, como que teníamos que ascender las laderas pendientes de las montañas. La noche era obscura y fresca, de modo que se podía andar sin mucha fatiga, pero con el temor continuo de caer y rodar por la pendiente.