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LA MUERTE DEL ZORRO ROJO

saludó: no era tiempo para cortesías. ‘Sígame ”—fué lo único que me dijo y emprendió la carrera hacia Balachu, yendo yo tras él como un carnero.

Ya corríamos entre los abedules; ya nos agachábamos detrás de los matorrales de la falda de la montaña; ya nos arrastrábamos entre los brezales. La carrera era mortal: el corazón parecía que quería hacérseme pedazos contra las costillas; pero no tenía tiempo ni de pensar, ni de hablar, ni siquiera de respirar. Recuerdo solo haber visto con sorpresa que de vez en cuando Alán se ponía en pie estirándose cuanto podía, dirigiendo una mirada hacia atrás; y que cada vez que hacía esto, oíamos los gritos y exclamaciones de los soldados.Un cuarto de hora después, Alán se detuvo, se arrojó de bruces entre los brezos y me dijo: —Ahora la cosa está seria. Haga Vd. lo que yo haga, pues le va la vida.

Y con toda la velocidad posible, pero con mayores precauciones, comenzamos á desandar lo andado atrevesando la montaña, aunque por una senda algo más elevada, hasta que al fin Alán penetró en el bosque de Lettermore donde yo lo había encontrado, y se tendió en el suelo jadeante como un perro cansado de correr.

En cuanto á mí, los costados me dolían de tal modo, la cabeza la tenía tan empapada en sudor, y la lengua tan seca, que me arrojé á su lado como si estuviera muerto.