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LA ISLITA

dad de los hombres, hasta que mi corazón se enardecía.

Lo propio me acontecía con la vista de los techos de Iona.

Todo esto me inspiraba ánimo y mantenía vivas mis esperanzas, y hasta me servía de auxilio para comer mis crustáceos crudos (que pronto me causaron repugnancia), librándome de la idea de hallarme completamente solo entre rocas estériles, con aves marinas, la lluvia y el frío océano.

He dicho que mantenía vivas mis esperanzas; y realniente parecía imposible que quedara abandonado á morir en las costas de mi patria y á la vista de la torre de una iglesia y del humo de las habitaciones de gentes. Pero pasó el segundo día, y aunque mientras duró la luz del sol estuve al acecho de los botes de la Sonda ó de los hombres que pasaran hacia Ross, no ví nada. Continuaba lloviendo; y me eché á dormir completamente mojado y con un fuerte dolor de garganta, pero un tanto consolado quizás por haber dado las buenas noches á mis vecinos más próximos, la gente de Iona.

El Rey Carlos II de Inglaterra dijo que un hombre podía soportar por más tiempo la vida al aire libre sin techo que lo cobije en Inglaterra, que en ninguna otra parte. Se conoce que lo dijo un Rey que habitaba un palacio y tenía la ropa seca. Aunque nos hallábamos en el verano, llovió más de dos días y no aclaró hasta la tarde del tercero.

Ese fué un día de variados acontecimientos. Por la mañana ví un ciervo rojo, con su magnífica cornamenta, en la cima de la colina en medio de la lluvia; pero apenas me divisó echó á correr al otro lado. Yo supuse que habría pasado á nado el estrecho, aunque no podía comprender qué pudo haber traído esa criatura á la islita.