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LA PÉRDIDA DEL BERGANTÍN

una sola vela en el océano; ni una casa, ni un hombre en todo el terreno que podía abarcar con las miradas.

Me causaba pavor el pensamiento de lo que podiía haber acontecido á mis compañeros del buque, así como la contemplación de aquella tierra tan desolada. Sin contar con eso, harto tenía yo con mis vestidos húmedos, y mi cansancio, y el estómago vacío que empezaba á sentir las torturas del hambre; de consiguiente me dirigí hacia el este á lo largo de la costa meridional, esperando dar con una casa donde pudiera calentarme y acaso tener algunas noticias de los que había perdido. De todos modos, el sol pronto saldría y secaría mis vestidos.

LA ISLITA Después de andar algo, me vi detenido por una entrada del mar que parecía internarse mucho en la tierra, y como no tenía medics de cruzarla, tuve que cambiar mi dirección y dar un gran rodeo. El terreno era en extremo áspero, pues en realidad todo aquello no es sino un hacinamiento de rocas de granito interceptadas por brezales.

Al principio el brazo ó entrada del mar continuó estrechándose como me había parecido; pero luego, con gran sorpresa mía, ví que empezaba á ensancharse de nuevo.

Por más que me devanaba los sesos, no podía figurarme lo que sería, hasta que al fin llegué á una eminencia, y entonces comprendí que había sido arrojado en una islita estéril, desierta y rodeada por todas partes por el mar.

En vez del sol naciente que había de secar mis vestidos, comenzó á descender una lluvia fina con espesa niebla; de modo que mi situación era verdaderamente lastimosa.

Permanecí expuesto á la lluvia, temblando de frío, y preguntándome qué debía hacer, hasta que se me ocurrió que tal vez la caleta era vadeable. Me dirigí por lo tanto