el trabajo, el contentarme con poco, el servirme á mí mismo, el no implicarme en los negocios ajenos, y no ser fácil en dar oídos á los chismosos.
Habiendo aprendido de Diogneto[1] el desprecio de ciertas artes inútiles y vanas, me mantuve en no dar crédito á nada de cuanto dicen los encantadores y magos cerca de sus hechizos y arte de espantar los demonios y otras supercherias de esta clase.
Jamás me entretuve en la que llaman pelea de[2] codornices, ni me dejé embaucar de semejantes vagatelas. El mismo me habituó á saber llevar la zumba en las conversaciones, el familiarizarme con la filosofia, dándome por maestros, primero á Bacchio, -después á Tandasis y á Marciano, que, de niño, me ejercitase en componer diálogos morales; que, en vez de asiento blando, usase de unas duras tablas cubiertas con una piel; que, en fin, pusiese por obra cuanto lleva consigo la profesión de filósofo griego.
Consejo fué de Rhustico que yo me pusiese á pensar, que tenía necesidad de corregir y componer mis costumbres, y que corría por mi cuenta el cuidar de ellas, evitando todo género de hinchazón sofística, sin publicar nuevas instrucciones y métodos de vivir, sin recitar exhortacioncillas á la virtud, no queriendo sorprender al público con una profesión ostentosa de hombre bien ocupado en la meditación y ejercicio de la filosofía, no procurando pasar plaza