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Nuestra Señora de Paris.

Luego les llegó su turno á los demas dignatarios.

—¡Mueran los bedeles! ¡mueran los maceros!

—¿Dime, Robin Poussepain, quien es aquel pollino?

—Gilbert de Suilly, Gilbertus de Soliaco, el canciller del colegio de Autun.

—Mira, ahi va mi zapato; tú estás mejor colocado que yo; tirásele á la cara.

Saturnalitias mittimus ecce nuces.

—¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellices blancas!

—¡Son esos los teólogos! Yo creí que eran seis gansos blancos dados por Sta. Genoveva á la ciudad por el fendo de Roony.

—¡Mueran los médicos!

—!Mueran los autos!

—A ti va mi sombrero, canciller de Sta. Genoveva: ¿te acuerdas de la injusticia que me hiciste?

—Así es la verdad: el maldito dió mi empleo en la nacion de Normandia al títere de Ascanio Falzaspada que es de la provincia de Bourges, porque él es italiano.

—¡Es una picardia!—dijeron todos los estudiantes.

—¡Muera el canciller de Sta. Genoveva!

—¡Ola! ¡maese Joaquin de Ladehors! ¡Ola! ¡Luis Dabuille! ¡Ola! ¡Lamberto Hoctement!

—El diablo se lleve al procurador de la nacion de Alemania.

—Y á los capellanes de la capilla santa, con sus mucetas grises; cum tunicis grisis!

—¡Seu de pellibus grisis fourratis!

—¡Ola-éh! ¡Los maestros en artes! ¡casullas negras! ¡casullas coloradas!

—¡Buena cola para el rector!

—Parece un Dux de Venecia cuando va á casarse con el mar.

—Juan, allí van los canónigos de Sta. Genoveva.

—¡Mueran los canónigos!

—¡Abate Claudio Choart! ¡Doctor Claudio Choart! ¿Andas buscando á Maria-la-Giffarde?

—Vive en la calle de Glatigny.

—Está haciendo la cama al rey de los bellacos.

—Paga sus cuatro maravedis: quatuor denarios.

Aut unum bombum.

—¿Quieres que te salga á la cara?

—¡Compañeros! ¡maese Simon Sanguin, el elector de Picardia, que lleva á su mujer á la grupa!

Post equitem sedet altra cura.

—¡Salve, maese Simon!

—Buenos dias, ¡señor elector!

—Buenas noches, ¡señora electora!

—¡Quien pudiera estar con ellos para ver todo eso!—decia dando un suspiro Joannes de Molendino, que continuaba encaramado en los follajes de su capitel.

En tanto el librero jurado de la universidad, maese Andres Musnier, decia, acercándose al oido del manguitero abastecedor de la casa real, maese Gil Elcornudo.

—Lo repito, amigo mio, y no me cansaré de repetirlo; el fin del mundo se acerca. Nunca se habian visto semejantes demasias en la estudiantina, y las malditas invenciones del siglo son las que tienen la culpa de todo. Las artillerias, las serpentinas, las bombardas, y sobre todo la imprenta, esa peste de la Alemania... ¡Se acabaron los manuscritos, se acabaron los libros! ¡la imprenta asesina á la libreria! El fin del mundo se acerca.

—Bien lo veo en los progresos que hacen los tejidos de terciopelo,—dijo el manguitero.

Dieron en aquel momento las doce.

—¡Ah!—dijo todo el concurso en coro.

Callaron los estudiantes; hubo luego un bullicio general, un gran movimiento de pies y de cabezas, una respetable detonacion de toses y de pañuelos; cada cual se colocó, se acomodó, se empinó, se arregló. Siguió luego un profundo silencio; todos los pescuezos echaron el resto de su elasticidad, todas las bocas se abrieron, todas las miradas se fijaron en la mesa de mármol..... Nada se vió en ella.—Los cuatro alabarderos del alcaide estaban alli todavia, tiesos é inmóviles como cuatro estátuas pintadas. Volvieron todos la vista al tablado reservado para los embajadores flamencos; la puerta estaba cerrada y el tablado vacio. Aquella muchedumbre esperaba desde la madrugada tres cosas: las doce del dia; la embajada de Flándes, y el misterio; solo las doce del dia habian llegado á la hora.

Esto era ya demasiado.

Esperaron uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora; nadie venia; el tablado estaba desierto, el teatro estaba mudo. A la impaciencia sucedió la cólera; por de quiera circulaban palabras irritadas, pero en voz baja.—¡El misterio! ¡el misterio!—repetia un sordo murmullo. Las cabezas fermentaban; una tempestad, que aun no hacia mas que mugir, flotaba en la superficie de aquel inmenso gentio. Juan Molendino sacó de ella el primer chispazo.

—¡El misterio, y al diablo los flamencos!—gritó con toda la fuerza de sus pulmones, retorciéndose como una culebra alrededor de su capitel.

Un palmoteo universal fue la respuesta del pueblo.

—¡El misterio!—repitió,—¡y al diablo la Flándes y los Flamencos!

—Venga al instante el misterio,—añadió el estudiante,—ó sino soy de parecer que ahorquemos al alcaide del palacio á guísa de comedia y de moralidad.

—¡Bien dicho!—exclamó la multitud,—y comencemos la broma por sus alabarderos.

Siguióse una inmensa aclamacion; los cuatro pobres diablos empezaban á mudar de color, á mirarse unos y otros. Adelantábase el gentio hácia ellos lentamente, y ya veian la frágil balaustrada que de él los separaba ponerse panzuda bajo la pasion de la multitud.

El momento no podia ser mas critico.

—¡A ellos! ¡á ellos!—gritaba la gente por todas partes.

En aquel punto y sazon, levantóse el tapiz del vestuario que poco antes describimos, y dió paso á un personaje cuyo aspecto contuvo de súbito á la muchedumbre y convirtió como por encanto su cólera en curiosidad.

—¡Silencio! ¡silencio!

Temblando de pies á cabeza; confuso y atontado, adelantóse el personaje hasta el borde de la mesa de mármol, haciendo infinitas reverencias, que, á medida que se acercaba, iban cada vez pareciéndose mas y mas á otras tantas genuflexiones.

El tumulto, sin embargo, se habia apaciguado del todo, y solo quedaba ya aquel lijero rumor que siempre se desprende del silencio de la multitud.

—Señores habitantes y vecinos,—dijo,—señoritas, habitantes y vecinas de Paris: vamos á tener la honra de declamar y representar delante de su eminencia el Sr. cardenal una exquisita moralidad, cuyo título es: El buen juicio de la señora Virgen Maria: yo hago de Júpiter. Su eminencia está acompañando en este momento á la benemérita embajada del Sr. duque de Austria: la cual se halla detenida en la hora presente escuchando la arenga del Sr. rector de la universidad en la puerta llamada de los Jumentos. Apénas llegue el eminentísimo cardenal, empezaremos.

En verdad que nada ménos se necesitaba para salvar á los cuatro desgraciados alabarderos del alcaide del palacio que la intervencion delmismo Júpiter. Si tuviéramos la dicha de aber mbentado esta muy verídica historia, y por consigiente de ser reponsa-