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Nuestra Señora de Paris.

- ¿Y si sobreviene una bocanada de viento? -preguntó al rey.

- Serás ahorcado -respondió el otro sin vacilar.

Viendo que no había subterfugio prórroga, ni moratoria posible, tomó valerosamente su partido; volvió el pie derecho en torno del izquierdo, empinóse sobre este y alargó el brazo... pero no bien hubo tocado el maniquí cuando su cuerpo, que ya no tenía más que un pie, vaciló sobre el cascabel que no tenía más que tres; quiso maquinalmente apoyarse en el maniquí, perdió el equilibrio, y cayó al suelo cuan largo era atronado por la fatal vibración de las mil campanillas del muñeco, que cediendo al impulso de su mano, empezó por describir un arco sobre sí mismo, y luego se meció majestuosamente entre los dos maderos.

- ¡Maldición! -gritó al caer, y quedó boca abajo en el suelo como un muerto.

Oyó sin embargo el terrible repiqueteo encima de su cabeza, y la diabólica risa de los hampones y la voz de Trouillefou que decía: - Levantad a ese escuerzo y ahorcadlo ahí sin compasión.

Levantóse el infeliz. Ya habían desenganchado el maniquí para ponerle en su lugar.

Hicierónle los hampones subir al banquillo; acercóse a él Clopin, cíñole la cuerda al pescuezo, y dándole un golpecito en el hombro: - Adiós amigo -le dijo-; ya no podrás escaparte aún cuando dijeras con los intestinos del papa.

La palabra perdón espiró en los labios de Gringoire.

Tendió la vista en de rededor de sí, pero no le quedó ninguna esperanza; todos reían.

- Bellevigue-de-l‘ Etoile -dijo el rey de Tunia a un enorme hampón que salió de las filas-; trepa el travesaño.

Subió ligero como un gato Bellevigue-de-l‘ Etoile sobre el madero transversal, y al cabo de un momento vióle Gringoire aterrado alzando los ojos, agachado encima del travesaño encima de su cabeza.

- Ahora -repuso Clopin Trouillefou-, en dando yo una palmada, tú, Andrés el Rojo, echarás a rodar el banco de un puntapié; tú, Francisco Chante-Prune, te colgarás a los pies de ese bellaco, y tú, Bellevigue, te montarás a caballo, sobre sus hombros, y todos al mismo tiempo; ¿estáis?

Gringoire temblaba como un azogado.

- ¿Estáis? -repitió Clopin Trouillefou a los tres hampones prontos a precipitarse sobre Gringoire. Pasó entonces el pobre paciente un momento de horrible agonía, mientras Clopin metía impasible con el pie en la hoguera algunos sarmientos a que aún no había llegado el fuego. - ¿Estamos? -repitió y abrió las manos para dar una palmada; un segundo más, y no había remedio... Pero se detuvo como advertido por una inspiración repentina. - Alto ahí -dijo- se me olvidaba... Es costumbre que no ahorquemos a un hombre antes de informarnos si le acomoda por marido a alguna mujer. - ¡Compañero! ése es tu último recurso; es menester que te cases con una hampona o con la cuerda.

Esta ley gitana por más extraña que parezca al lector, se conserva escrita hasta en nuestros días en la antigua legislación inglesa. Véase Buringtons observations.

Gringoire respiró; aquella era la segunda vez que en el espacio de una hora volvía a la vida. Sus esperanzas por lo tanto no eran gran cosa.

- ¡Ola! -gritó Clopin desde lo alto de su tonel-. ¡Ola! ¿mujeres, hembras, hay entre vosotras desde la bruja hasta su gata alguna pícara que quiera casarse con este pícaro? ¡Ola! ¡Coleta la Charonne! ¡Isabel Trouvain! ¡Simona Todouyne! ¡María Piedebou! ¡Thene la Larga! ¡Berarda Fauonel! ¡Micaela Genaible! ¡Claudia Rouge Oreille! ¡Mathurine Givoron! ¡Ola! ¡Isabel la Thierrye! ¡Venid y mirad un hombre de valde! quien le quiere.

Gringoire, en aquel miserable estado, era sin duda muy poco apetecible y tanto que aquella proposición no hizo el mayor efecto en las hamponas. El infeliz las oyó responder: ¡No, no! ¡que le ahorquen así habrá diversión para todas!

Tres sin embargo salieron de las filas y vinieron a examinarle. Era la primera una mocenota rolliza y casi cuadrada, la cual completó atentamente la lastimosa ropilla del filósofo, cuyo jubón estaba sumamente raído y más agujereado que un tostador de castañas. Miróle la muchacha haciendo un gesto de displicencia. - ¡Bandera vieja! -refunfuño entre dientes, y luego dirigiéndose a Gringoire-. - Veamos tu capa. - La he perdido -dijo Gringoire-. - ¿Tu sombrero? Me lo han quitado. - ¿Tus zapatos? Empiezan a no tener suelas. - ¿Tu bolsa? - No tengo un solo maravedí. - Déjate ahorcar y da las gracias! -replicó la hampona volviéndole las espaldas. La segunda, vieja, negra, acorchada, horrible, de una fealdad inaudita en la corte de los Milagros, dio una vuelta alrededor de Gringoire, que casi tembló que le aceptase. Pero la vieja dijo en tono dengoso: - Está muy flaco -y se alejó.

Era la tercera una mozuela bastante fresca y no del todo fea. - ¡Salvadme! -dijo en voz baja el pobre diablo. Consideróle ella un momento con aire de compasión y luego bajando los ojos, hizo un pliegue en su falda y quedó indecisa. El infeliz seguía con los ojos todos sus movimientos; aquella era la última, vislumbre de esperanza. - No -dijo en fin la muchacha-, no, Guillermo Longuejoue me pegaría. Y se fue con las demás.

- Compañero -dijo Clopin-, eres poco feliz.

Y luego poniéndose en pie sobre el tonel: ¿Nadie le quiere? -exclamó remedando la voz de un hujier tasador con notable alegría de toda aquella canalla-. ¿Nadie le quiere? una, dos, tres. Y volviendo luego y haciendo luego una señal con la cabeza: - ¡Adjudicado! -dijo.

Bellevigue-de-l‘ Etoile, Andrés el Rojo, Francisco Chaute-Prune se acercaron a Gringoire.

Alzóse en aquel momento un grito general entre todos los hampones: - ¡La Esmeralda! ¡La Esmeralda!

Extremecióse Gringoire y volvió la cara al sitio de donde salía el clamor: abrióse la turba e hizo paso a una forma pura y bellísima. Era la gitana.

- ¡La Esmeralda! -dijo Gringoire estupefacto en medio de su agitación, al contemplar el modo extraordinario con que a aquella palabra mágica iban unidos todos sus recuerdos del día.

Aquella dulce criatura parecía ejercer hasta en la corte de los Milagros su imperio de prestigio y de hermosura. Hampones y hampones la dejaban paso cariñosamente, y sus brutales rostros se entusiasmaban al verla.

Acercóse la hermosa al paciente con ligeros pasos seguida de su linda Djali. Estaba Gringoire más muerto que vivo: la gitana le consideró un momento sin hablar palabra.

- ¿Vais a ahorcar a este hombre? -dijo con gravedad a Clopin.

- Sí, hermana -respondió el rey de Tunia-, a menos que tú le tomes por marido.

Ella hizo un gestecillo y respondió.

- Le tomo.

Entonces si que Gringoire creyó firmemente que no había hecho más que soñar desde por la mañana y que todavía estaba soñando.

La peripecia, en efecto, aunque graciosa, no dejaba de ser violenta.

Soltaron el nudo corredizo y bajaron al poeta del banquillo. tuvo el desdichado que sentarse: tan viva fue su conmoción.

El duque de Egipto, sin hablar palabra, trajo un