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BERENICE

graciada enfermedad, me procurara muchos motivos para ejercitar esa intensa y anormal meditación que he tenido tanta pena en explicar, no era eso, sin em­bargo, lo que me acontecía. En los intervalos lúcidos de mi mal, su enfermedad, es cierto, me causaba dolor, y lamentando profundamente aquella desaparición total de su hermosura, y de su vida, no dejaba de re­flexionar, de una manera frecuente y siempre amarga, sobre los maravillosos medios de que se había valido para presentarse una resolución tan extraña. Pero es­tas reflexiones no participaban de la idiosincracia de mi mal, y eran tales como podían haber ocurrido á la masa ordinaria de los hombres. Lógico con su propio carácter, mi desorden se alimentaba con los menos im­portantes, pero más sorprendentes cambios operados en el físico de Berenice, con la singular y espantosa desaparición de su identidad personal.

Durante los más brillantes días de su incomparable belleza, es seguro que yo no la había amado todavía. Á causa de la extraña anomalía de mi existencia, las simpatías no han tenido nunca origen en mi corazón, y mis pasiones han procedido siempre del espiritu.

Á través de las nieblas de la madrugada, entre las cruzadas sombras de la selva, al medio día y en el silencio de mi biblioteca, á la noche, ella había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como la viviente y tangible Berenice, sino como la Berenice de un sueño; no como un ser de la tierra, corpóreo, sino como la abstracción de ese ser; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como un tema de la más oscura é irregular