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asomó por la ventana una mujer que me indicó la dirección que debía continuar, y luego, contemplándome con curiosidad, agregó:

— «El señor parece extranjero. Quizás hace muchos años que no ve a Natacha Nickole- vitch ni a su hijo y no sabe que hoy celebran los desposorios de Igor...»

No escuché más, murmuré unas palabras de agradecimiento, y aflojando las riendas, pasé a toda velocidad entre las pocas casas disemina- das que forman la población, hasta llegar a la cabaña de Natacha Rombrowa. Con la noche arreciaba la nieve y el viento; sin embargo, la puerta estaba abierta.

Me aproximé al dintel y miré la habitación en cuyo centro había una mesa engelanada con ramas de abeto y platos de golosinas. En el rincón una anciana estaba sentada junto a un brasero, mirando retorcerse las leñas. Al saludar la mujer se volvió azo- rada.

Creí que sería la aya de Ana, pero me explicó

que era una vecina venida para preparar las