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Charlábamos entre nosotros, pensando en buen almuerzo y una buena comida en un porvenir próximo; en cuanto al lejano, ninguno teníamos ganas de pensar en él.

—¡Pero no acaba de venir ese vejestorio?—se impacientaba Semka, hablando en voz baja, para que no le oyese el ama.

¡Haces mal en hablar así de ella!—protestó Michka, meneando la cabeza—. Es una buena anciana, suave y piadosa, y tú la injurias. ¡Dios mío, qué carácter tienes!

—Eres tonto!—sonrió Semka. ¡Tonto como un espantapájaros!

La agradable conversación entre los dos amigos fué interrumpida por la aparición del ama, que se acercó a nosotros, y tendiéndonos el dinero, dijo con desprecio:

—¡Ahí tenéis los cuartos, y largaos! Pensaba proponeros que aserraseis las vigas del baño e hicieseis con ellas leña para el fuego; pero no os lo merecéis.

No habiendo sido considerados dignos de aserrar las vigas—honor de que en aquel momento no teníamos necesidad—, tomamos el dinero y, sin decir palabra, nos fuimos.

—¡Vieja carroña!—juró Semka en cuanto traspusimos la verja—. "¡No os lo merecéis!" Vieja rana, ¿estás contenta ahora?

Se hundió la mano en el bolsillo, sacó de él dos brillantes objetos metálicos, y con gesto de triunfo nos los enseñó.