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dos. Les daban más a menudo ataques y se quejaban constantemente. Algunos se resfriaron, entre otros el enfermo que llamaba a las puertas, el cual tuvo una inflamación pulmonar, y durante algunos días estuvo a la muerte. Al menos, el doctor afirmaba que cualquier otro, en su lugar, no sobreviviría. Diríase que su indomable voluntad, su loca idea fija de las puertas que debían abrirse, le habían hecho invulnerable, casi inmortal, y que la enfermedad no podía nada contra su cuerpo, olvidado hasta por él mismo. Ni soñando dejaba de hablar de las puertas, de rogar, de suplicar y aun de exigir con voz terrible y amenazadora que las abriesen; la enfermera tenía miedo de quedarse con él de noche, aunque le habían puesto una camisa de fuerza y le habían atado a la cama. Mejoraba rápidamente. El doctor dió orden de que le dejasen siempre abierta la puerta de la habitación, y el enfermo no se acordaba de que había en la casa otras puertas cerradas, y estaba muy contento. Pero desde que abandonó el lecho se le oyó llamar a la puerta vecina.

Pomerantzev también se resfrió. Tuvo un fuerte romadizo; además perdió la voz, y sólo podía hablar bajito. Sin embargo, estaba de excelente humor. En el verano había sembrado una mata de sandías, y cuando estuvieron en sazón le regaló la más hermosa a la enfermera. Esta quiso dársela a la cocinera para que la sirviese en la mesa; pero Pomerantzev no lo permitió; la colocó él mismo sobre el velador, en la habitación de la en-