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Escipión. (Con acento acariciador.)—¡Bellas sabinas! Os suplico que permanezcáis en vuestros sitios. Ya veis que estoy protegido por la bandera blanca. La bandera blanca es una cosa sagrada, y yo soy también una persona sagrada, puesto que me encuentro bajo la protección de la bandera blanca. Os lo aseguro bajo mi palabra de honor. ¡Bellas sabinas! Aun no hace veinticuatro horas que hemos tenido el gusto de raptaros, y ya hay entre nosotros discordias y malas inteligencias.

Cleopatra.—¡Qué insolente! ¿Os figuráis acaso que por el mero hecho de enarbolar ese garrote con la rodilla blanca tenéis derecho a decir porquerías?

Escipión. (Con acento acaramelado.)—Lejos de mí, señora, la intención de decir porquerías. Al contrario, soy muy feliz... o, mejor dicho, somos muy desgraciados... (Con el valor de la desesperación.) ¡Nos morimos de amor, os lo juro por la cabeza de Hércules! Señora, bien se ve que tenéis un noble corazón, y me tomo la libertad de pediros un gran favor. Tened, bellas sabinas, la bondad de elegir entre vosotras una parlam...

Cleopatra.—No os molestéis en repetirlo: hemos oído vuestro genial proyecto.

Escipión.—¿De veras? Y, no obstante, hemos hablado quedísimo.

Voces femeninas.—¡Os hemos oído, sin embargo!

Cleopatra.—Id, con vuestra rodilla blanca, a vuestro puesto, y esperad. Nosotras vamos a de-