Experimentó un sentimiento de soledad triste, propia sólo de los espías. Una profunda melancolía invadió su corazón. El cielo, la vida, las gentes, todo se tornó a sus ojos sombrío, negro, al par que hondo, misterioso y lleno de sentido.
Trató de mirarlo todo con una mirada semejante a la de la muchacha. Y todo se le presentó bajo un aspecto nuevo.
No se había parado nunca a penetrar el significado del día y la noche; la noche misteriosa, engendradora de tinieblas, escondedora de hombres, silenciosa e inescrutable; ahora veía su aproximación callada; admiraba las luces que se encendían una tras otra; percibía algo de solemne en aquella lucha entre el resplandor y las sombras, y se asombraba de la calma de la multitud, que discurría por la calle sin darse cuenta, al parecer, de que la noche se acercaba.
La muchacha miraba ávidamente a los rincones negros de las callejuelas, no alumbradas aún, y él seguía sus miradas y hundía la vista en esos corredores obscuros, que invitan, en la sombra, con una elocuencia misteriosa. La muchacha miraba con angustia a las altas casas, que estaban como defendidas por sus pilares de la calle, y él seguía siempre su mirada, y aquellas masas estrechas, aquellas malas fortalezas se le antojaban asimismo algo nuevo.
En una de las paradas, al final de un trayecto del tranvía, Krilov debía descender; pero la muchacha no lo hizo, y él le dijo en voz alta al conductor: