La carta llegóme a las dos de la tarde. Como hacia frío y pensaba salir a caminar, fuí con rápido paso a lo de Lugones.
—Qué hace a estas horas? — me preguntó.
—Nada, Díaz Vélez le manda recuerdos.
—Todavia Vd. con su Díaz Vélez? — se rió.
—Todavía. Acabo de recibir una tarjeta suya. Parece que ya hace cuatro días que no sale.
Para nosotros fue evidente que ése era el principio del fin, y en cinco minutos de especulación a su respecto hicimosle hacer a Díaz un millón de cosas absurdas.
Pero como yo no conté a Lugones mi agitado día con aquel, pronto estuvo agotado el interés y me fui, Por el mismo motivo Lugones no comprendió poco ni mucho mi visita de esa tarde. Ir hasta su casa expresamente a comunicarle que Díaz le ofrecía més chancacas, era impensable; mas como yo me había ido en segulda, el hombre debió pensar cualquier cosa, menos lo que había en realidad dentro de todo eso.
A las ocho golpeaba en lo de Díaz Vélez. Di mi nombre a la sirvienta y momentos después aparecía una señora vieja de evidente sencillez provinciana — cabello liso y bata negra con interminable fila de botones forrados.
—¿Desea ver a Lucas?—me preguntó observándome con desconfianza.
—Sí, señora.
—Está un poco enfermo; no sé si podrá recibirlo.
Objetéle que, no obstante, había recibido una tarjeta suya. La vieja dama me observó otra vez.
—Tenga le bondad de esperar un momento.
Volvió y me condujo a mi amigo. Díaz estaba en cama, sentado y con saco sobre la camiseta. Me presentó a la señlora, y ésta a mí.