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de las sillas, se pegaban como pequeños monos a quienes se hubiera abierto la jaula. Valia, grave y pensativo, los miraba con una extrañeza desagradable; iba donde Nastasia Filipovna y le decía:

—¡Lo que me cargan! ¡Me gusta más estar contigo!

Por las noches leía de nuevo, y cuando Gregorio Aristarjovich, furioso porque se diera a leer a los niños aquellas historias diabólicas, trataba dulcemente de quitarle el libro, Valia, sin decir nada, pero resueltamente, apretaba el libro contra sí. El otro acababa por dejarle y se ponía a reprochar amargamente a su mujer:

—¡A eso se llama educar un niño! No, Nastasia Filipovna; tú estarás, quizá, en tu puesto educando gatitos; pero niños no. Le has mimado tanto que ni siquiera te atreves a quitarle el libro. No hay más que decir; ¡una gran educadora!

Una mañana, estando Valia en el comedor con Nastasia Filipovna, entró Gregorio Aristarjovich como un rayo. Tenía el sombrero caído sobre la nuca y el rostro cubierto de sudor. Desde el umbral de la puerta gritó regocijado:

—¡Hemos ganado el pleito! ¡Hemos ganado!

Los brillantes de las orejas de su mujer temblaron y dejó caer sobre el plato el cuchillo que tenía en la mano.

—Pero ¿es de veras?—le preguntó sofocada por la emoción.

Su marido puso el gesto serio para inspirar más confianza, pero un instante después olvidaba su