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mente. La que él creía desaparecida para siempre en las profundidades misteriosas del infinito estaba allí, muy cerca. Y, a pesar de eso, no existía ya ni existiría nunca. Creía que si hallara la palabra mágica ella saldría de su tumba, bella, grande, como él la había conocido. No sólo ella, sino todos los muertos saldrían de sus tumbas.

Se quitó su sombrero negro de anchas alas, se alzó los cabellos y dijo susurrando:

—¡Vera!

Tuvo miedo de que le hubiera oído alguien, y poniéndose de pie sobre la tumba miró alrededor. No había nadie. Entonces repitió más alto:

—¡Vera!

Su voz era dura, autoritaria y parecía extraño que no le respondiera nadie.

—¡Vera!

Sus llamamientos eran cada vez más insistentes, y cuando callaba, por instantes parecía que alguien, muy bajo, le respondía. Se echó sobre la tumba apoyando su oído sobre la tierra.

—¡Vera, habla!

Y sintió con horror que su oído se llenaba de un frío de sepulcro que le helaba el cerebro, y que Vera hablaba con su silencio mismo. Este silencio se hizo cada vez más terrible, y cuando el pope Ignacio levantó la cabeza le parecía que, conturbada, vibraba toda la atmósfera, como si hubiera pasado una tempestad por encima del cementerio. El silencio le sofocaba, le hacía temblar, erizaba los cabellos en su cabeza. Tiritando se alzó lentamen-