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EDIPO EN COLONO

rra el olivo, de azulado follaje, educador de la infancia, al cual ningún adalid, ni joven ni viejo, destruirá con su devastadora mano; porque con la mirada siempre fija en él, lo defienden el ojo de Júpiter protector y la de brillantes ojos Minerva. Otra alabanza puedo cantar también de esta metrópoli, y que es muy excelsa, como regalo del gran dios y eminente gloria de esta tierra: es domadora de caballos, posee buenos potros y navega felizmente por el mar. ¡Oh hijo de Cronos! Tú, pues, a esta gloria la elevaste, rey Neptuno, inventando el domador freno de los caballos, antes que en otra parte en esta ciudad, la cual, poseyendo también buenos remos y manejándolos bien con sus manos, hace que la nave vaya dando brincos por la llanura del mar, en pos de las Nereidas, que tienen cien pies.

Antígona.—¡Oh tierra que con tantas alabanzas eres elogiada! Ahora es ocasión de justificar tan magnifico ensalzamiento.

Edipo.—¿Qué hay, hija, de nuevo?

Antígona.—Ahi tienes a Creonte, que viene hacia nosotros, no sin escolta, padre.

Edipo.—¡Oh queridisimos ancianos! Ojalá por vos otros se me aparezca hoy el término de mi salvación.

Coro.—Confía; aparecerá; que aunque viejo soy, el brio de mis manos no ha envejecido.

Creonte.—¡Nobles habitantes de esta tierra! Veo por vuestras miradas que de reciente temor estáis llenos por causa de mi llegada; pero no temáis, ni lancéis tampoco palabra de maldición. Vengo, pues, no con deseos de cometer violencia, porque viejo soy ya, y además sé que llego a una ciudad muy poderosa, la primera de Grecia. Pero por este hombre, a pesar de mi edad, se me ha enviado para persuadirle a que me siga hacia el