con él, le examiné con mucha atención: aun vivía. Mucha sorpresa me causó el que, lejos de estar más extenuado, más débil, más cercano á la muerte, por ser la herida profundísima, parecía más animado, y clavaba la vista serena y observadora en los objetos que adornaban la habitación. Cuando me sintió cerca,.fijó en mí los ojos con una tenacidad que me hizo temblar. Parecía sondearme hasta el fondo del alma. Aquellos no eran los ojos de un moribundo. Después que me miró largo rato sin pestañear, su mano, fría como el mármol, tocó mi mano, comunicándome una corriente glacial, que circuló por todo mi cuerpo, haciéndome estremecer con una impresión para mí desconocida; sus labios se movieron como para articular un quejido, y una voz, que parecía salir, no de su boca, sino de una profundidad invisible, una voz de inmensa resonancia y gravedad, dijo estas palabras, que no puedo recordar sin espanto: «Majadero, yo soy inmortal. »
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B. Pérez Galdós