peñar mal ó bien el papel que mi honor me había impuesto en aquel lance. Apunté sin procurar dirigir la bala, y cerré los ojos; el tiro salió, y Paris cayó en el suelo sin dar un grito, porque la bala le había atravesado de parte á parte el pecho.
—¡Demonio! — exclamé al ver el inesperado fin del lance—. ¿Conque muerto?
—La contemplación de un milagro—continuó el doctor no me hubiera causado tanto asombro como aquella victoria adquirida sobre tan terrible adversario. Matar á semejante hombre, vencer á aquel genio maligno, era más de lo que podía esperar quien nunca manejó un arma, ni aprendido á luchar con antagonistas del otro mundo. Había vencido al mayor enemigo de la paz conyugal. Si era hombre, había librado al mundo de un malvado; si era la personificación de un vicio, una plaga humana, una calamidad social encarnada en arrogante cuerpo, había yo quitado á la sociedad la mitad de sus escándalos.
Yo creí que alguna divinidad celeste había venido en mi ayuda. «¡Oh!, mi honor—pensé—, mi honor, este sentimiento puro, acrisolado, ha sido para mí la divinidad protectora que ha dirigido mi brazo; ha infundido un soplo de vida en esta bala, para que volara consciente é irritada hacia aquel pecho y partiera