la tercera, porque el furor me redoblaba las fuerzas. En diez minutos arrojé dentro más de cincuenta piedras. Esto no me parecía bastante; empuñé una pala que allí cerca había, y eché tierra por espacio de media hora.
Volví á arrojar piedras, y dos horas después de un trabajo incesante, el pozo había desaparecido y el piso quedó perfectamente nivelado. Aún me pareció poco, y me senté sobre mi obra exaltado, trémulo de fatiga, permaneciendo allí toda la noche como centinela de mi victoria, convertido en cenotafio de aquella tumba para velarla y cubrirla.
Á veces parecíame que un Titán levantaba desde abajo todas las piedras y toda la tierra que yo arrojé. Hubiera querido ser estatua y ser de plomo para pesar sobre mi víctima eternamente. La aurora vino á dar alguna luz á mi entendimiento. «¿Qué he hecho, Dios mío?—dije, retirándome y buscando en los recursos ordinarios de la lógica la solución de aquel enigma—; ¿era realmente un hombre ó no?» —Es preciso confesar, amigo—dije sin poderme contener—, que si era hombre, fué usted un bárbaro, y si era sombra, fué usted un necio.
—bet — No se me juzgue sin conocer el resto continuó—. Cuando subí, mi primera dili-