nado narrador. Hícele algunos argumentos, extrañando que aquí, en Madrid, existiese tan copioso caudal de obras de arte; pero él no se dió por entendido y siguió en sus trece.
En lo que parecía ser centro del edificio — añadió con cierta gravedad que no se podía ver sin ser tentado á risa —, y bajo ele vadísima bóveda, veíanse innumerables obras de estatuaria. Había grupos representando los hechos más famosos de la fábula helénica y figuras típicas de incomparable hermosura, significadas con los nombres de las divinidades que tienen atributos y representación más generales. Con los desastres de Ayax Oileo, y los horrores de Tántalo y Prometeo, formaba juego una serie de escultu ras que expresaban las aventuras igualmente célebres del don Juan del Olimpo. Las pobres víctimas de su intemperancia eran gallardísimas figuras, en quienes se podían ver los efectos de una misma pasión con rasgos distintos, según el distinto aspecto con que se les presentaba el burlador inmortal.
Todas eran igualmente bellas, sin que Europa se pareciese en nada á Latona, ni Leda tuviera semejanza alguna con Semele. Júpiter era siempre el mismo dios de concupiscencia y descaro, ya cuando aparecía en toda su majestad olímpica, ya convertido en toro,