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Theros
VI

251 Y era la verdad que caminaba con rapidez, traspasando ya la fragosa sierra que es muro de Castilla. Había caído mansamente la tarde, y con la mudanza del cielo la señora aplacaba sus insoportables ardores, como fragua en que mueren durmiéndose las brasas. Sus ojos seguían brillando, mas no con el resplandor del sol, sino con claridad blanquecina semejante á la de la luna. Su cuerpo despedía tibieza grata, que poco a poco se iba trocando en frescura. De este modo la repulsiva diosa, cuyo contacto sofocaba, se convertía en el ser más bello y amable que imaginarse puede, y todo convidaba á reposar á su lado con sosiego y descuido, viendo rodar las horas y los astros, sintiendo pasar el aire rico en fragancias.

Sus miradas me causaban dulce arrobamiento. Vi en sus pupilas algo semejante al plateado reflejo de un lago tranquilo, y su sonrisa me sumergía en dulce éxtasis. En sus labios observé no sé qué cosa semejante á celestiales puertas que se abrían.

Así pasamos toda la noche, recorriendo de