dando parte del caso á los empleados de la vía.
No sé por qué se reían de mí aquellos malditos oyéndome formular mis justas quejas.
Podría colegirse que yo me habría expresado en frases incongruentes y desatinadas. Era para reventar de cólera. El mismo jefe de la estación tratóme como á un loco cuando le dije: «Sí, señor; sí, señor. Va en mi coche una señora que echa fuego por los ojos, y por todo el cuerpo un calor tan vivo, que se podrían asar chuletas y freir pescado sobre las palmas de sus manos. Esto no se debe permitir... Es un abuso, un escándalo. Me quejaré al inspector del Gobierno, al gobernador, al Gobierno mismo.» Movióles la curiosidad más que otra cosa á registrar el departamento. En él continuaba la dama. Yo la vi... Era ella misma sin duda; pero no ya con aquellos ligerísimos ropajes que tanto llamaron mi atención, sino vestida con el habitual modo de nuestras damas. Sus ojos picarescos y vivos no deslumbraban ya; su cuerpo no tenía rastro de haber pasado por el infierno; llevaba en la cabeza el vulgar sombrerillo adornado de espigas, mas todo conforme al arte de las modistas, sin nada que trajese á la memoria el tocador de las diosas.