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Celín

la Casa de los Jesuítas, rodeada de sombras, entraron en una plaza enorme con muchísimas horcas, de las cuales pendían los ajusticiados de aquel día. Eran salteadores de caminos, periodistas que habían hablado mal del Gobierno, un judaizante, un brujo y un cajero de fondos municipales, autor de varios chanchullos. Apretaron el paso, y al salir á un lugar más abierto, entre campo y ciudad, notó Diana que la obscuridad menguaba.

— Pero qué, ¿ya viene el día?— dijo á su compañero—. Apresurémonos, hijo, que esto debe concluir antes que amanezca.

Entonces se fijó en Celín, creyendo advertir que su simpático amigo era menos chico que cuando le tomó por guía.

Ó es que la claridad agranda los objetos, ó tú, Celinillo, has crecido. Cuando te encontré, tu cabeza no me pasaba de la cintura, y ahora, ahora... Acércate. ¡Jesús, que cosa tan rara!... ¡Qué estirón has dado, hijo!

Si casi casi me llegas al hombro.

Celín se reía. Como aumentaba la claridad, Diana creyó observar en las pupilas de su guía algo penetrante y profundo que no es propio del mirar de los niños. Eran sus ojos negros y de expresión jovial; pero cuando se ponían serios, Diana no podía menos de humillar ante ellos su mirada.

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