— ¿Y Alejandro? — pregunté en el mismo tono y con la misma intención con que antes había preguntado: ¿Y Paris?
Aquel Alejandro fué inmediatamente á casa cuando supo la muerte de Elena, y según oí decir, estaba el pobre muy consternado y algo lloroso. Fué al entierro, presenció la inhumación, y hasta me dijeron que había llevado luto algunos días.
—Ese caballerito—dije yo era la verdadera expresión material de aquel Paris odioso que le martirizó á usted. Ese es el verdadero Paris.
—Sí—afirmó él—; le he visto muchas veces después, aunque jamás he querido saludarle. Siempre que le encuentro me estremezco. Hoy es un viejo verde, lleno de lamparones y algo cojo. En resumen: los celos que me inspiró ese hombre tomaron en mi cabeza aquella forma de visión que he referido á usted. La cosa es rara: bien dije á usted que mi fantasía era una potencia frenética y salvaje, una enfermedad más bien que una facultad.
El orden lógico del cuento — dije — es el siguiente: usted conoció que ese joven galanteaba á su esposa; usted pensó mucho en aquello, se reconcentró, se aisló: la idea fija le fué dominando, y por último se volvió loco,