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La sombra

do, y nos hubiéramos visto muy aburridas, á no habernos acompañado Alejandro X...» «Señora, ¿á ver? ¿Quién es ese caballero...?, ¡tengo curiosidad...!—dije vivamente. » «Vaya, también has perdido la memoria —contestó mi suegra con jovialidad—. ¡Cómo está esa cabeza! ¿Conque tampoco conoces á Alejandro? Precisamente salía de aquí cuando yo entraba... Si viene todos los días...» «Señora, yo no sé de quién habla usted.» «Pero este hombre está loco; ya desconoce á sus principales amigos, á Alejandro X, que tanto frecuenta su casa; la persona más amable que he tratado en mi vida, amigo tuyo, como lo es de todo el mundo; porque ese hombre, yo no sé..., es de los que conocen á todo bicho viviente... Claro, es tan amable, tan listo, de una travesura jovial, discreta y elegante.» — — «¿Y dice usted que yo le conozco?» « Pero estás loco. ¿No le has de conocer?

Si habéis salido juntos de paseo mil veces, si habéis comido y almorzado juntos, qué sé yo... Alejandro, hombre de Dios—añadió alzando la voz, como si hablara con un sordo—.

Indudablemente has perdido el juicio.» «¿Y dice usted que las acompaña?—pregunté en el colmo del estupor..

«Si no fuera por él, mi hija y yo nos