IIO B. PÉREZ GALDÓS producía, era proporcionada al sonido mismo. Corpulento, pesado, cavernoso, monumental, el señor conde era una pieza estimable que podía honrar á cualquier cantera. Á semejante mastodonte no faltaban dignidad ni donaire, antes al contrario, su crasitud cuadrilonga le daba cierto aspecto cesáreo y dictatorial.
»Su rostro era más bien hermoso que feo, adornado lateralmente de espesas patillas blanquinegras; la nariz tenía algo de la voluta corintia; la boca, grande, de labios carnosos y retorcidos, se asemejaba á las bocas de esas máscaras griegas que vomitan festones y emblemas. Dos grandes contracciones sostenían en los extremos de esta boca una hilaridad presuntuosa, tan constante en él y tan grabada en su rostro, que podía decirse que en él la sonrisa era una facción. Sus lentes eran algo más, eran un órgano; la frente, en que algunos pelos aplastados por el sombrero y pegados por el sudor, dibujaban una especie de leyenda jeroglífica, era pequeña, deprimida y roja; pero de un rojo intenso y como transparente, cual si los sesos de aquel buen señor fuesen de bermellón ó cinabrio.
Su cuerpo era un prodigio de solidez arquitectónica; cada extremidad un portento de equilibrio; y sus hombros, su abdomen y su