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versitarios, y con especialidad los interesantes productos de la Facultad de letras.

Precisaba robustecer este organismo postizo, justificando su costo inútil, y para esto nada mejor que darle el monopolio de la enseñanza. Pero hasta en eso ha predominado la torpeza característica del primerizo.

Resulta que de los doctores en letras recién recibidos, los más se quedarán sin cátedras, á cumplirse el piadoso decreto; porque éste exige estudios secundarios á los candidatos, y aquellos no los han hecho, siendo en su mayoría maestros y profesores normales. El ingreso á la mencionada Facultad también los exige, pero se transigió con los normales—ad caetera vulnera—en el intento de reforzar los despoblado cursos... Ya veremos, respecto á este asunto, cosas no menos sorprendentes.

Mientras se consigue formar profesores como el señor Fernández desea, éste admite que los actuales ratifiquen su competencia en concursos de aptitud pedagógica.

La idea es buena (hasta el señor Fernández las tiene, y fuera cruel defraudarle su modestísimo capital) pero me temo que no pase de un conato, si entre los concursados con clasificación adversa figura algún pariente de gobernador—especie no escasa desde luego.