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LA MAESTRA NORMAL 63

y los profesores que ya dictaban cátedras se imaginaban trasladados a Buenos Aires. En cambio los que militaban en el partido oficial quedaban derrotados con la noticia. Escribían a Buenos Aires, celebraban reuniones secretas. Y el ministro a todo esto, ¡ni pensaba renunciar!

A veces las conversaciones ofrecían un carácter más ameno para Solís, que odiaba la política. Era cuando se contaban cuentos. Nunca faltaba, por cierto, algún especialista. Pero requerido a mostrar su habilidad para amenizar la reunión que languidecía, solía hacerse rogar. Cuando el cuentista era don Molina, se formaba una gran rueda a su alrededor.

—Un cuento de don Molina — advertían los de su mesa a los de las mesas vecinas, mientras don Sofanor esgarraba y escupía.

Luego don Sofanor reía para sí mismo, socarronamente, y, después de una espera, comenzaba un cuento que no duraba menos de media hora. Subrayaba sus fiases maliciosas con gestos indicativos y guiñando los ojos con picardía. Los oyentes festejaban los detalles con grandes risotadas y decían a cada rato:

—¡Qué don Sofanor éste!

Pero tales sesiones narrativas no eran frecuentes, pues no había un solo cuento que no fuese harto conocido por todos los tertulianos de la confitería. Pérez también refería anécdotas, y a pesar de ser tartamudo se despachaba con más prontitud que sus colegas.

El referir y comentar la vida y obras de algún personaje pintoresco de la localidad solía ser tema de muy amenas conversaciones. Todos conocían las ridiculeces de cada cual, y en ellas ejercitaban su don satírico. Generalmente eran los forasteros quienes suministraban el asunto.

—¿Quién es aquel señor que se apoya en el mostrador?

Los interpelados se daban vuelta sin ningún disimulo.

—¡Ah! Don Emerenciano.

Y ya empezaba la descripción del personaje. Uno contaba chistes y frases de don Emerenciano; otro refería