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bía matemáticamente las evoluciones políticas de todos los hombres insignes con que contaba el pueblo.

A Solís le divertía la conversación, si bien se trataba de personas que jamás oyó nombrar. Galiani, guiñando un ojo a Solís, ponía en duda, a cada rato, las afirmaciones de doña Críspula. La patrona se exaltaba, defendiéndose con un irrefutable exceso de erudición. Ella y Rosario se trenzaron varias veces en tremendas discusiones sobre edades, quizás el tema que, según Galiani, profundizaba más doña Críspula.

De postre sirvieron unas naranjas redondas, limpias, hermosas y "mashaco": un dulce duro y de aspecto desagradable. Galiani y Solís encontraban incomible al mashaco; doña Críspula declaró que para su gusto era exquisito.

Galiani preguntó a Solís si venía a La Rioja para dictar alguna cátedra.

—No, señor; a dirigir un grado—contestó Solís ruborizándose levemente.

Rosario dijo que hacía pocos días había llegado de Nonogasta una amiga suya que también venía para dirigir un grado, el primer grado.

—¡Ah, si usté la conociera!—interrumpió doña Críspula, mirando a Solís.

Hablaron de ella. Se llamaba Raselda, Raselda Gómez, y era un encanto, una niña excelente. Doña Críspula no acababa de alabarla. ¡Qué alhajita, qué monada! Era lo mejor de la Rioja. ¿No le parecía lo mismo al señor Galiani? Pero Galiani afirmaba no conocerla.

—¡Cómo no la ha de conocer, Galiani!— vociferaba doña Críspula. —Acuérdese, hombre: Raselda, Raselda Gómez...

—Raselda, Raselda—repetía Galiani mirando al techo y frunciendo sus ojuelos como si le molestase el sol en la cara.

—Es aquella que cantó anteanoche, señor Galiani—dijo Rosario.

—¡Ah!

Galiani la encontraba vulgar, un poco gruesa. Era un