permitía calaverada alguna. Foscos célibes de la guerra, ni eso les aportaba por botín el combate.
En los últimos ejércitos, al fin, cada cual se adquiría un peor es nada. Y las pobres! Qué aguante en el peligro y en las penurias! Durante las marchas de diez y doce leguas, bajo el sol que planchaba los lomos como una lata caliente, el soldado no sufría otro peso que su rifle y fornituras; pero ellas, con su cargamento de cacharros, el hijo á la cadera ó bien prendido del pezón, aguantaban sin una queja. Cuando se acampaba, quién sino ellas disponía el mate y ensartaba el churrasco en la bayoneta, mientras el cachorro se desgañifaba por allí... Algunas malparían con el cansancio; pero al día siguiente, en cualquier mancarrón, le pegaban de firme. En las noches frías, como las arrojaban del campamento, amontonábanse junto al rescoldo de sus vivaques con sus crías y sus perros.
No se aseaban mucho — claro! — pero eran campechanas, eso sí. Algunas empezaban con los oficiales, sabían bordar en fino, pues no pocas fugaron de los conventos; después iban admitiendo á los cabos, rebajábanse con la tropa, habituábanse á las sobas, á la mugre... Pero los días de combate, había que verlas acarreando bajo el fuego sus cántaros, mientras los chicos gateaban entre las cureñas. Y qué me cuentan de aquella moza loca, que