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La ciudad de Dios

tengan los demonios común, á lo menos con los hombres virtuosos, que no se halle también en los malos: porque comprendiendo á los mismos hombres en una dilatada descripción, hablando de ellos su respectivo lugar como de los más intimos y terrenos; después de haber tratado primeramente de los dioses celestiales para que, en habiendo encomendado las dos partes, venirse de lo supremo y de lo ínfimo á hablar á lo último.

En el tercer lugar de los demonios, medios, dice lo síguiente: así que los hombres que tienen uso de razón y hablan; que tienen almas inmortales los miembros mortales, los pensamientos livianos y congojosos, los cuerpos brutos y sujetos, las condiciones desemejantes y semejantes, los errores, el atrevimiento obstinado, la esperanza pertinaz, el trabajo inútil, la fortuna caduca, siendo en especial mortales; pero todos generalmente perpetuos, mudables sucesivamente en la propagación, gozando de tiempo veloz, de tarda sabiduría, temprana muerte, afligida vida, habitan en la tierra.

Aquí donde refiere tantos particulares pertenecientes á la mayor parte de los hombres, ¿acaso remitió al silencio aquella cualidad que sabia concernía á muy pocos, que es la tarda sabiduría? Lo cual, si lo omitiera, no podría definir bien y rectamente al hombre con tan prolija descripción, y cuando elogia la excelencia de los dioses, dice que la misma bienaventuranza, á donde pretenden los hombres arribar por medio de la sabiduría, era lo que en ellos aparecía más excelente: por lo cual, si quisiera que se entendiera que había algunos demonios buenos, pusiera también en su descripción alguna circunstancia por donde se comprendiera que tenían, ó con los dioses alguna parte de bienaventuranza, ó con los hombres cualquiera especie de sabiduría: pero aquí no refiere cosa alguna buena suya con que los buenos se diferencien de los malos, aunque anduvo