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LA ODISEA

que formara en mi espíritu, de abrazar el alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué á ella, pues el ánimo incitábame á abrazarla; tres veces se me fué volando de entre las manos como una sombra ó un sueño. Entonces sentí en mi corazón un dolor que iba en aumento, y dije á mi madre estas aladas palabras:

210 «¡Madre mía! ¿Por qué huyes cuando á ti me acerco, ansioso de asirte, á fin de que en la misma morada de Plutón nos echemos en brazos el uno del otro y nos saciemos de triste llanto? ¿Por ventura envióme esta vana imagen la ilustre Proserpina, para que se acrecienten mis lamentos y suspiros?»

215 »Así le dije; y al momento me contestó la veneranda madre: «¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Proserpina, hija de Júpiter, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta; y el alma se va volando, como un sueño. Mas, procura volver lo antes posible á la luz y sabe todas estas cosas para que luego las refieras á tu consorte.»

225 »Mientras así conversábamos, vinieron—enviadas por la ilustre Proserpina—cuantas mujeres fueron esposas ó hijas de eximios varones. Reuniéronse en tropel alrededor de la negra sangre, y yo pensaba de qué modo podría interrogarlas por separado. Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente: desenvainé la espada de larga punta que llevaba al lado del muslo y no permití que bebieran á un tiempo la denegrida sangre. Entonces se fueron acercando sucesivamente, me declararon su respectivo linaje, y á todas les hice preguntas.

235 »La primera que vi fué Tiro, de ilustre nacimiento, la cual manifestó que era hija del insigne Salmoneo y esposa de Creteo Eólida. Habíase enamorado de un río que es el más bello de los que discurren por el orbe, el divinal Enipeo, y frecuentaba los sitios próximos á su hermosa corriente; pero Neptuno, que ciñe y bate la tierra, tomando la figura de Enipeo, se acostó con ella en la desembocadura del vorticoso río. La ola purpúrea, grande como una montaña, se encorvó alrededor de entrambos, y ocultó al dios y á la mujer mortal. Neptuno desatóle á la doncella el virgíneo cinto y le infundió sueño. Mas, tan pronto como hubo realizado sus amorosos deseos, le tomó la mano y le dijo estas palabras: «Huélgate, mujer, con este amor. En el transcurso del año parirás hijos ilustres, que nunca son es-