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LA ILÍADA

cuando te supliqué, y para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!»

457 Tal fué su plegaria, y Febo Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro vino. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, los mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino á todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al flechador Apolo, que les oía con el corazón complacido.

475 Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cabe á las amarras del buque. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, hiciéronse á la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y el flechador Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aquivos, sacaron la negra nave á tierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.

488 El hijo de Peleo y descendiente de Jove, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde los varones cobran fama, ni cooperaba á la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos la gritería y el combate.

493 Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Júpiter á la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Saturnio sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodóse junto á él,