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L AF A N F A R L O

desaparecieron algunas hesitaciones y prudencias, que a Samuel le parecieron de buen augurio, Madame de Cosmelly le hizo partícipe a su vez de sus confidencias, comenzando así:

–Comprendo, señor, todo lo que un alma poética puede sufrir por su aislamiento, y cuán vivamente ha de consumirse en su soledad una ambición de corazón como la suya; pero sus pesares, que no pertenecen más que a usted, provienen, como he podido extraer de la pompa de sus palabras, de extrañas necesidades nunca satisfechas y casi imposibles de satisfacer. Usted sufre, es verdad; pero es posible que su sufrimiento constituya su grandeza y que le sea tan necesario como a otros la felicidad. Ahora, dígnese en escuchar, y en simpatizar con penas más comprensibles –¿un dolor de provincia?–. Espero de usted, señor Cramer, el sabio, el hombre espiritual, los consejos y, si es que es posible, la ayuda de un amigo.

“Usted sabe que en los tiempos en que me conoció,