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buen corazón, que se gastaba el dinero con los compañeros para adquirir el derecho de atormentarlos con sus bromas de bruto.

El dueño del horno le trataba con cierto miramiento, como si temiera, y los camaradas de trabajo, pobres diablos cargados de familia, se evitaban compromisos, sufriéndole con sonrisa amistosa.

En el obrador, Tono tenía su víctima: el pobre Menut, un muchacho enclenque que meses antes aún era aprendiz, y al que los camaradas reprendían por el excesivo afán de trabajo que mostraba, siempre ansiando un aumento de jornal para poder casarse.

¡Pobre Menut! Todos los compañeros, influidos por esa adulación instintiva en los cobardes, celebraban alborozados las bromas que Tono se permitía con él. Al buscar sus ropas, terminado el trabajo, encontrábase en los bolsillos cosas nauseabundas; recibía en pleno rostro bolas de pasta, y siempre que el mocetón pasaba por detrás de él dejaba caer sobre su encorvado espinazo la poderosa manaza, como si se desplomara medio techo.