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Oradores atenienses.

nisa: Fidias está en lo alto colocando un friso cincelado por él. Entramos por una calle: un rapsoda recita; hombres, mujeres y niños lo rodean curiosos y anhelantes, y estrechan cada vez más el círculo en que se mueve; la emocion del auditorio es grande, las miradas no pierden un solo movimiento del actor, las respiraciones se contienen para escuchar, las mujeres se afligen y lloran, el rostro de los hombres se contrae: es que relata la escena tan terrible aquella en que Príamo cayó de rodillas á los piés de Aquiles y le besó las manos, manchadas todavía de la sangre de sus hijos. Llegamos á la plaza pública; Sócrates, rodeado de gran número de jóvenes que lo escuchan, disputa con el famoso ateo de Jonia, y en corto espacio lo hace contradecirse en los términos mismos de su razenamiento. Pero bé ahí que una voz nos interrumpe: es el heraldo que grita: «¡Paso á los Pritáneos!» La asamblea se reune. Llega el pueblo de todos los extremos de la ciudad. Se oye la pregunta de «¿quién quiere hablar? Aplausos unánimes y atronadores resuenan ensordeciendo el aire; luego se hace un silencio sepulcral en todo el recinto: Periclés sube á la tribuna. De allí va el pueblo á asistir á una tragedia de Sofocles; mas tarde, los escogidos se dirigen á casa de Aspasia. No sabemos que exista en los tiempos modernos universidad ninguna que posea tan brillante programa de enseñanza.

Cierto es que los conocimientos y las opiniones que así se adquirian y formaban, corrian riesgo de ser defectuosos bajo algunos aspectos. Las proposiciones que se sientan en un discurso, resultan en la generalidad de los casos de una manera parcial de considerar las cuestiones y de que sea imposible consagrarles el tiempo necesario para corregir21