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Petrarca.

gloriosa lambien del triunfo intelectual, y la Ciudad Eterna rendia justo y noble tributo de gratitud al hombre ilustre que supo extender los dominios de su antigua lengua, levantar los trofeos de la filosofla y de la imaginacion sobre las guaridas de la ignorancia y de la barbarie, subyugar y encadenar los corazones merced al poder irresistible de sus cantos, y traer á manera de despojos, en pos de su carro, los tesoros incalculables de la antigüedad arrancados por él á la oscuridad y á la destruccion. En medio, pues, de las ruinas del arte antiguo y de los primeros monumentos del arte moderno, el que habia restablecido y reanudado el lazo roto entre las dos edades de la civilizacion humana, recibió la corona merecida de las modernos por haberlos hecho cultos, y de los antiguos por haberlos restaurado en su fama. Ni Reims ni Westminster fueron nunca testigos de un espectáculo de mayor grandeza y lucimiento que aquel.

Cuando apartamos la vista de tan famoso y magnífico espectáculo para fijarnos un espacio en la vida privada del poeta; cuando contemplamos la lucha que trabó en él la pasien y la virtud, su mirada triste, sus mejillas surcadas por el llanto de la desesperacion producida por un deseo culpado y sin esperanza; cuando reflexionamos en toda la historia de sus amores, desde las primeras sonrisas de su juventud hasta los últimos desesperados acentos de su edad madura, la conmiseracion y la simpatía se mezclan y confunden con la admiracion que nos inspira. Y cuando la pérdida de lo que más amaba hubo puesto el sello postrero á su dolor, entonces lo vemos consagrar á la causa noble y grande de la inteligencia humana cuanta fuerza y energía le dejaron el amor y la pena, y si vivió como apóstol de