cuanto pudiera sobrevenirle de más temeroso en esta vida ó en lo porvenir.
Difícil, si no imposible, hubiera sido, áun á los íntimos amigos del poeta, determinar hasta qué punto provenia la triste amargura que destilan sus obras de una dolencia natural del alma, hasta qué punto las verdaderas desgracias habian influido en esta manera de estado mórbido suyo, hasta qué punto era todo ello la obra de su vida disipada, y hasta qué punto y en qué medida era imaginario el mal, ó exagerado, ó fingido. Séanos lícito dudar, sin embargo, de que haya existido nunca, ni pueda existir jamás, hombre alguno que corresponda à la descripcion que él nos ha dejado de sí mismo, y que afirmemos categóricamente que ese hombre no era él. Porque sería ridículo suponer siquiera que quien hubiese tenido el ánimo penetrado, en realidad de verdad, de menosprecio hácia sus semejantes, hubiera escrito tres ó cuatro volúmenes al año para decirselo, ni que quien aflrmara en toda sinceridad que ni deseaba ni habia menester de la sim patía de nadie, hubiera lanzado á la publicidad su despedida á lady Byron[1] ni la bendicion á su hija. En el segundo canto de Childe Harold nos declara que es insensible, ast à la fama como á la censura, «pues semejante lucha, dice, no turbará en ningun tiempo un corazon que ni se preocupa de la una ni de la otra»[2], y, sin embargo, sabemos que uno ó dos días antes de aparecer esas palabras impresas,