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ron que las que se presentan arreadas con los pomposos nombres de crítica trascendental y filosofía del arte! Ni el ciego juzga de los colores, ni estéticos y preceptistas sin alma pueden juzgar de la belleza y enamorarse de sus divinos resplandores. Redúcese su vana ciencia á encubrir con fórmulas vagas y elásticas su impotencia para expresar lo que no sienten.

En cambio, ¡qué bien lo siente y dice Macaulay! No vaga en la region de las teorías; encuentra no más que curiosa la cuestion de las causas de lo sublime y de lo bello: la mira como una especie de pugilato en que emplearon mucha habilidad, pero sin éxito, Burke y Dugald-Stewart. En cuanto á él, político, hombre de Estado é historiador, á la vez que poeta y hombre de gusto, bástale con juzgar (diré mejor) adivinar y reanimar el escritor y la época. Método por método, vale éste tanto ó más que cualquiera otro. Si Macaulay me da á conocer la Italia del Renacimiento y los móviles de su política, y penetra con una delicadeza de análisis psicológico asombrosa (principal condicion de los moralistas ingleses) en el alma de Maquiavelo, y separa el oro y la escoria que allí andaban impuramente mezclados, y aprecia en enérgicas frases las maravillosas excelencias literarias del secretario florentino, ¿qué más he de desear? ¿No ve el lector en una como ilumi-