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bil, acaso, y el más duro, á pesar de ser el más joven y el que había llegado el último.

Cuando los herederos de Carmesy y de Valroy entraban en coche en la quinta, todos corrían solícitos á su alrededor.

«La mejor leche y la mejor manteca para don Jacobo... La mejor crema y el pan más blanco para la señorita Bella. » Ellos daban las gracias desdeñosamente, como personas acostumbradas al homenaje, y se paseaban por el patio, las cuadras y el establo, envueltos por la admiración salvaje y envidiosa de cinco chicos y tres chicas, Piscop ó Grivoize, que se metían los dedos en la nariz olfateando, y de obsequiosas criadas, que descubrían para ellos negras encías en horribles sonrisas.

Los tres hombres y los criados seguían en sus tareas después de excusarse. Pero, de vez en cuando, echaban de reojo una mirada á los nobles forasteros y esa mirada carecía de ternura.

La casa Grivoize y Piscop era un rincón temible, una amenaza en el corazón del país; aquellas honradas personas llenas de religión, de buen sentido y de moderación, soñaban por la noche que se comían la tierra y que el espacio les pertenecía. Eran capaces de todo por aumentar su haber. Piscop, particularmente, tenía un alma de bandido.

Djeck y Bellísima salían de allí arrojando una moneda de plata, pronto escamoteada por la más vieja de los Grivoize. No hay provechos pequeños.

Y mientras la acharrette» inglesa rodaba á lo lejos entre el polvo de los caminos, los dos hermanos y Piscop, dejando las herramientas, los seguían con los ojos y murmuraban vagas amenazas, ó, quién sabe, feroces maldiciones.

Una vez dijo Piscop: