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pondió en seguida que su madre se encontraba bien, gracias al cielo, y seguía cultivando su jardín.

Miss Bella no pareció pensar que Adelaida hubiera, acaso, podido acompañarla en su visita, ó, si lo pensó, no lo dijo. Era ya mucho honor haberse presentado en aquel lugar y en ese instante, y así lo dió á entender.

Era aquella niña tan excepcional, impudente y cándida, orgullosa y sencilla, y tan raramente compuesta de elementos diversos, que era imposible, aun para el examen más minucioso, distinguir en ella el verdadero color de su naturaleza.

Lo mismo podía ser buena que diabólicamente perversa.

La de Reteuil no buscaba tan hondo; entregada á su capricho, se complacía en su propio asombro, y saludaba á aquel género de niña desconocido de ella y que la dejaba estupefacta y maravillada.

A pesar de las leyes de la etiqueta, la joven prolongaba la sesión y no se iba; sabía que á las cinco debía venir el coche á pararse en la puerta y, á pesar de sus desdeñosas altiveces, alimentaba la secreta esperanza de ser invitada á ocupar en él un puesto. Preocupada con este cálculo, hablaba distraídamente y volvía á cada momento la cabeza hacia el jardín, espiando los ruidos hacia el lado de las cocheras y de las cuadras.

Ahora bien, de repente vió aparecer lo que menos esperaba ni había previsto: al vizconde Jacobo de Valroy en persona, que entraba en casa de su abuela como en la suya propia.

Al ver la falda roja en una butaca del salón, el joven retrocedió al pronto, pero el orgullo le impulsó á avanzar impasible.

La de Reteuil, á pesar de su edad y la de los dos personajes, se levantó de repente y se puso solemne,