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se dirigían á ella, miró á la gente desde lo alto de su carruaje y se divirtió mucho.

Le ocurrió la idea de que haciendo un poco la corte á su nueva amiga, obtendría, acaso, el acompañarla en sus paseos cotidianos.

Y esta perspectiva la sedujo.

Entonces, sin transición, se hizo zalamera, insinuante y flexible, resuelta á conquistar aquella posición, sin saber que la tenía conquistada hacía mucho tiempo.

La de Reteuil resultó así más estimulada en sus diversos sentimientos; su sed de intimidad se aumentó hasta más allá de toda moderación.

Cuando el coche se detuvo ante la especie de gran cabaña en que se albergaban los altivos descendientes de los reyes fabulosos de Irlanda, la puerta siguió cerrada; nadie se presentó.

—Hay que llamar—dijo la de Reteuil.

—No respondió Bella, es inútil; mi padre está en el río y mi madre en la huerta, detrás de la casa. Vamos allí.

Así lo hicieron. Arrastrando la pierna, pues la herida ya fría, le ocasionaba gran dolor, la niña introdujo cortésmente, según sus nuevos proyectos, á aquella buena señora que tenía coche.

Y, de repente, al volver la esquina de la tapia, la de Reteuil vió á la que iba buscando, la marquesa Adelaida de Carmesy—Ollencourt. Estaba en enaguas y cuerpo de percal blanco é inclinada con atención hacia un cuadro de verduras, dando minuciosamente caza á los caracoles.

En las disposiciones en que se encontraba la castellana, decidida de antemano á admirarlo todo, aquella actitud le pareció grandiosa, y murmuró encantada: —¡Qué sencillez !

La presentación fué rara. Levantándose con toda su