Página:En la paz de los campos (1909).pdf/83

Esta página no ha sido corregida
— 79 —

su soledad; pero los de Francia eran bosques de juguete... Había ella visto otros en los que cabían países enteros y donde no se podía entrar sin armas ó en gran número... Había en ellos de todo, serpientes y tigres... En los de Francia no había más que conejos....

Y se reía con desprecio.

Pero más que nada le gustaba el mar. Ante esa evocación su mirada se puso lánguida y se prolongó hacia espacios sin límites; por sus grandes ojos verdes pasaron en un momento todo el Océano Indico y sus resacas de cobre.

Había vivido en los puertos y respirado el acre olor de la brea al lado de los pesados barcos amarrados al muelle, en las negras aguas; conservaba en el oído el silbido de los vapores dirigiéndose á alta mar y la llamada estridente de las sirenas desgarrando las nieblas.

Su corta vida, en la estela de sus padres, era ya una vida de aventuras. La muchacha decía con orgullo que había dado la vuelta al mundo ó poco menos.

En aquella alma naciente, ya confusa, acaso, de origen, todas esas visiones y recuerdos recientes, hervían en locura, se imponían en éxtasis ó rebosaban en una vibrante nostalgia.

Aquella niña no podía ser normal y equilibrada; no podía tener ni espíritu de ilación ni buen sentido; era fatalmente fantástica, caprichosa y sin duda, embustera, siendo imaginativa y viniendo de lejos... ¿Qué mujer debía salir de aquella niña?

Cuando el coche atravesó las aldeas, causó sensación; las comadres en las puertas no volvían de su asombro. Arabela se irguió orgullosamente, y, doblando su rodilla herida sin hacer caso del dolor, se sentó muy tiesa con su más insolente sonrisa.

No respondió á los saludos, que sabía bien que no