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Bella fué instalada en el coche y en el momento se arrellanó como en su casa; cuando los caballos volvieron á tomar su lenta marcha, la niña soñaba con los ojos entornados y la pierna extendida en la banqueta de delante.

Un indefinido bienestar invadía lentamente su frágil persona.

Aquella pobrecilla, descendiente de nobles afortunados, volvía á encontrar la riqueza con cándida voluptuosidad y se colocaba en ella graciosamente como en su marco natural.

Ablandada por estas impresiones felices, Bella se civilizaba; la de Reteuil la observaba en silencio con el corazón rebosando ya entusiasmo y una necesidad de abnegación por aquella hada vagabunda. Con resplandeciente sonrisa que deslumbró á la anciana, la joven se dignó hablar y hacer confidencias.

—Me he caído y he rodado desde lo alto del repecho; no sé cómo me ha faltado el pie, pues he dado ese salto más de veinte veces... Me he hecho daño, y, sabe usted, para que yo diga esto es preciso que sea verdad, pues tengo la piel dura y una voluntad...

La de Reteuil la admiró. ¡Qué energía !... ¡Qué bravura!... Qué asombrosa niña!....

La anciana daba gracias al cielo por haberle proporcionado al fin el medio de entrar en relación con aquella ilustre familia y de merecer su preciosa amistad, ya que no su agradecimiento, por el interés que pensaba demostrarles en estas circunstancias y en otras después.

Bella, decididamente dulcificada y de buen humor por el sordo rodar del coche debajo de los árboles, olvidaba su herida y seguía hablando con su extraordinaria voz al mismo tiempo seca y cantante.

Le gustaban los bosques á causa de su silencio y de