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aventureros sin pudor, merodeadores cosmopolitas que traficaban con sus títulos, con sus armas y con sus coronas y vivían de amor, de juego, de intriga y, acaso, de espionaje; ricos un día y pobres el siguiente.

Este momento era para Godofredo un día siguiente.

Se sospechaba que se había establecido en su país de origen con la única esperanza de encontrar allí más fácilmente víctimas que deslumbrar antes de despojarlas. En el suelo de sus antepasados debía maniobrar con paso más seguro.

Se añadía que había vivido quince años en Australia empleando su genio en diversos oficios; que había encontrado allí una joven, nacida en Melbourne de padres irlandeses tan nobles como miserables, y que se había casado con ella por amor, pues era el tal capaz de todo. De esta unión había nacido una hija, Arabela, que tenía en las venas sangre de Francia, de Irlanda, de Australia y sabe Dios de dónde más; y esa fusión de razas, concentradas en aquel ser, daba por resultado la asombrosa muchacha que conocemos, alucinante y alucinada, sabiéndolo todo sin saber nada, acaso ferozmente cándida y acaso triplemente perversa según esas tres herencias. Se sabía también que en los últimos años la familia Carmesy había recorrido diversos países sin fijarse en ninguno.

La de Reteuil no se desanimó por el resultado de sus averiguaciones y declaró ante su conciencia que todo aquello no era más que calumnias y bajas envidias. No dijo palabra á los suyos, y siguió ardiendo en deseos de conocer á aquellas buenas personas.

Aquellas buenas personas, recogidas en su agujero, la dejaban venir, demasiado listos para dar los primeros pasos. Los Reteuil y los Valroy formaban parte de las esperanzas» del genial Marqués. Lo mismo que Adelaida y hasta que Arabela, Godofredo notaba per-