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Ahora bien, un día, un personaje sin edad, alto y flaco, pero muy distinguido,» hizo detener su coche delante de aquellos restos de los siglos. En aquel coche, alquilado en la ciudad próxima, había al lado suyo una señora todavía linda, pero que se veía que era extranjera antes de que abriese la boca; y, delante de ellos, una jovencita esbelta, frágil, transparente, demasiado rubia, aérea, pálida, repentinamente un poco sonrosada y cuyos ojos verde mar eran sencillamente espléndidos.

Y, como se supo después, cuando estuvieron establecidos en el lugar, aquellos extranjeros ó mejor aquellos aparecidos, eran el marqués Godofredo de Carmesy—Ollencourt, su mujer, la marquesa Adelaida, una O'Brien, descendiente directa, después de ochocientos años, de los primeros reyes de Irlanda, y su hija Arabela, á la que se llamaba familiarmente miss Bella ó Bella á secas.

Apeados del coche, los tres nobles viajeros contemplaron largo tiempo en silencio la decoración dormida que se ofrecía á sus ojos. Por fin, con gran asombro del cochero, aldeano sin malicia, el Marqués habló con grandes ademanes que abrazaban el espacio y con una voz enfática entrecortada por la emoción: —Adelaida, Arabela: aquí es. Aquí es donde, hace ocho siglos, se detuvieron mis antepasados de vuelta de Antioquía, y edificaron estas murallas, ahora derrumbadas, para cobijar en seguridad su raza.

Eran entonces rudos guerreros, altos barones cubiertos de hierro, que, de la mañana á la noche tenían la espada al costado ó en la mano para pelear. A su primer nombre de Ollencourt, añadieron los árabes, para calificarlos, el sobrenombre de Carmesí, porque los veían siempre cubiertos de sangre en las batallas,